Cumpliendo una secular ley del péndulo, nuestro sistema sanitario ha
pasado de un escaso consumo de opiáceos a un más que probable exceso en
su prescripción. Las causas son variadas, con especial importancia en la
ampliación de las indicaciones al dolor no oncológico. Tampoco son
ajenas la proliferación de unidades especializadas y la aparición de un
nuevo mercado del «dolor» y la consiguiente presión de la industria que
lo alimenta.
Muchas son las voces de alarma que están empezando a sonar.
Un artículo del boletín de información terapéutica Australian Prescribers
de 2012 sintetiza de forma acertada clara el estado de la cuestión. En
él se postula un enfoque prudente cuando se considera iniciar un
tratamiento. Una buena práctica en este sentido comienza por la elección
de un opioide y una vía de administración adecuada, y sigue por
considerar la duración idónea. La duración, al contrario de lo habitual
en nuestro ámbito, debe ser considerada desde el principio del
tratamiento. Se ha demostrado el daño asociado al uso duradero de estos
medicamentos, mientras que hay pocos datos que apoyen su eficacia y
seguridad a largo plazo. Aunque reducir y suspender el tratamiento con
opioide es a veces la mejor opción, no es la más fácil ya que implica un
compromiso tanto por parte del médico como del paciente, y un plan de
tratamiento con un objetivo claro. Otros factores en contra son la
tolerancia y el poder adictivo de estos medicamentos y la cronicidad de
las enfermedades para las que se prescriben.
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