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Lo siento pero no me cae bien. Mira que lo intento, pero nada. Se me
hace insoportable esa seguridad en si mismo, el manejo que tiene de los
espacios, de los chistes, de los silencios. Es todo una representación
por y para él, con nosotros de palmeros. Y lo que más me revienta es que
estoy segura de que lo sabe, de que para él el cuarto de baño de sus
casa por la mañana es un camerino, me imagino el espejo rodeado de
bombillas y unos pañuelos de papel sobresaliéndole del cuello de la
camisa mientras se maquilla para la función. Ya se que es mucho
imaginar, pero no puedo evitarlo.
En la sala de espera acumula auténticos clubs de fans, groupies que le
seguirían en peregrinación como si fueran judíos detrás del Mesías. Yo
permanezco callada y me limito a escuchar y observar. Aquello da para un
estudio de sociología, si no me dolieran tantísimo los hombros y el
cuello. Nadie me dirige la palabra. Soy forastera, recién aterrizado en
el pueblo al calor de los precios a los que casi regalan los chalets que
habían quedado pendientes de liquidar de los tiempos de la crisis.
Fue llegar al pueblo y empezar con los dolores. Es verdad que los
cincuenta minutos de coche no me los quita nadie, tragándome enterito el
programa del Herrera mientras el tipo que habla del tráfico se refiere a
mi como "retenciones de varios kilómetros" en la carretera de
Extremadura. Ese verdad que cuando consigo aparcar en el cercanías y me
siento en el vagón, mi cuerpo parece autónomo, empeñado en convertirse
poco a poco en el muñeco de vudú de un gigante cabronazo capaz de
encontrar con sus alfileres cada uno de los tendones de mi cuerpo y
hundirlos hasta provocar una descarga eléctrica insoportable.
Pero llevo ya casi seis meses sin ir a trabajar, enviando por fax los
papeles de la baja, soportando las consultas mecánicas de la mutua, cada
vez con un tono más irónico, cada vez con miradas más desconfiadas.
Llevo ya casi seis meses harta de ir a fisioterapeutas, harta de que me
soben la espalda, me claven agujas, me den descargas eléctricas, me
tuesten con infrarrojos, me estiren, me contraigan, me vapuleen como si
fuera un buey de Kobe. Llevo ya casi seis meses entrando y saliendo de
aparatos ultramodernos, sentándome en mesas duras y frías, colocando en
posturas diversas cada una de mis extremidades mujeres con batas de
plomo, viendo como mi sangre rellena tubos y tubos, sintiendo uno tras
otro pequeños calambres que se registran en papeles que insisten en
decir que no tengo nada.
Que no tengo nada, excepto que me duele hasta la vida.
En realidad el pobre tampoco ha hecho nada para caerme mal. Me tutea
como si llevara una vida conociéndome, pero yo creo que si no mirase mi
nombre en la lista antes de salir a llamarme, no tendría ni idea de cómo
me llamo. Es verdad que se sienta a mi lado, que se lee atentamente los
informes que le traigo de todos los especialistas, las pruebas que me
van haciendo, es verdad que parece preocuparle el muñeco de pmpampum en
que me están convirtiendo.
Pero no puedo evitarlo. Le trato de usted porque noto que le incomoda,
como concediéndome a mi misma esa pequeña infamia. Luego, cuando me
pregunta cómo me encuentro, tengo la sensación que de verdad le importa,
que detrás de esa pregunta hay algo más que el formalismo de imprimirme
un nuevo parte de confirmación. Y me deja hablar. Me da vergüenza
contarle que cada día estoy peor, porque cuando lo digo por ahí, ya
siempre veo incredulidad, desconfianza, hartazgo. Así que cuando le
cuento que apenas puedo girarme en la cama por la noche, que ducharme es
todo un esfuerzo, escudriño sus ojos absolutamente segura de que,
aunque sea solo por un segundo, también él se revelará como un
desconfiado y un gilipollas.
Lo que pasa es que el tipo se calla y me deja soltar todo lo que me
duele, que es un océano, y por más que le miro y le remiro, que me falta
biopsiarle ambos globos oculares, no termino de ver la desconfianza y
me parece que me la quiero inventar más que otra cosa. Así que me callo
para ver cómo reacciona, a ver con qué me salta, ahí callado sin dejar
de mirarme, con el pelito entrecano, los vaqueros y las botas de moderno
que no le pegan ni con cola.
Se toma un minuto y cuando habla, me mira a los ojos, y empieza a
contarme un rollo sobre una enfermedad un tanto especial, difícil de
definir, que si no tiene pruebas para diagnosticarla, que si no se sabe
la causa, que si esto, que si lo otro. Y entre medias escucho la palabra
crónica y ya no he escuchado nada más. Le interrumpo cuando estaba en
plan médico de la tele, gustándose. Me parece que le ha molestado un
poco, o a lo mejor es sólo otra de mis pequeñas infamias. Que se joda.
- "¿Pero es que voy a estar yo con este dolor toda la vida?"
Noto como le sube y le baja la nuez. Está tragando saliva, buscando las
palabras justas. Mala señal. La palabra justa para mi era un NO rotundo,
pero no es esa la que oigo, y ya no me interesa oír ninguna más.
Desconecto. Cuando vuelvo del tercer anillo de Saturno, el cuello me
duele como si la cabeza me pesara dos toneladas. El está callado de
nuevo. Ha imprimido mi parte de confirmación y está esperando que
reaccione. Cojo los papeles y mientras me pongo de pie le rebato sus
argumentos: yo no puedo tener eso, yo tengo que tener algo que se cure
de un modo u otro y todos estos meses sean un mal recuerdo.
Se levanta para despedirme. Me ha dado otra cita en un par de semanas.
Me pide que piense en ello, me escribe una dirección de internet para
que busque información. Soy muy fría al despedirme. Lo siento, pero es
que no me cae nada bien.
Dedicado a todas esas mujeres (y algún
hombre) que padecen fibromialgia, a la soledad en la que se encuentran
con su dolor, a la desesperanza a la que se enfrentan cuando buscan
hasta la saciedad alguna otra respuesta y no la encuentran. Se merecen
nuestra ayuda. Aunque les caigan mal sus médicos de cabecera.
Y dedicado al Dr. Vicente Palop, a
quien he conocido en el Seminario de Innovación en AP de Zaragoza, por
su trabajo para abrirnos los ojos en cómo tratar a estas enfermas.
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