Antes
de entrar en el tema de nuestra entrada de hoy, queremos recomendar
encarecidamente una propuesta que acaba de iniciarse en las redes
sociales twitter (@PrescripcP) y facebook y en el blog Principios para una prescripción prudente,
y que aboga por la importancia de una prescripción de esas
características (y no tan frecuente como querríamos). Se han publicado
ya en dicho blog varios editoriales defendiendo la pertinencia de ese
concepto y de la práctica que debería llevar aparejada. En los próximos
días y semanas desarrollarán en varios puntos el tema. Creemos que es un
proyecto del mayor interés y nos consta que los profesionales que están
detrás de él son de la mayor solvencia. Todo nuestro apoyo para ellos.
Y entrando ya en materia, escribiremos hoy acerca del libro titulado “La timidez”, de Christopher Lane. El subtítulo de la edición en ingles es genial: Cómo el comportamiento normal llega a ser una enfermedad.
La edición en español está disponible en Zimerman ediciones y merece
mucho la pena leerlo (les aseguramos que es más formativo que el último
Congreso Nacional de Psiquiatría y que los tres próximos). El autor es
catedrático de la Northwestern University de Chicago y para escribir el
libro tuvo acceso a documentos secretos de la Asociación Psiquiátrica
Norteamericana en relación al proceso de planificación y redacción del
DSM-III. Los capítulos que relatan dichas reuniones son fascinantes,
aunque tememos que encajan más en el guión de una comedia de situación
tipo Friends o The Big Bang Theory que
en el relato de una serie de conferencias científicas entre grandes
expertos en sus campos. Si no nos creen (cosa que, evidentemente, no
tienen por qué hacer, no dejen de leerlo en el libro).
Escuchar
el relato de cómo se gestó el DSM-III (germen de los posteriores, hasta
llegar al DSM-V que está a punto de nacer, al parecer con más
malformaciones incluso que sus antecesores) sería cómico si no fuera
terrible. Terrible porque, hoy en día, dicho sistema clasificatorio es
la Biblia para incontables profesionales de la Salud Mental a lo
largo y ancho del mundo. Creo recordar (aunque la memoria ya saben lo
traidora que es) que en uno de los primeros días de mi formación
psiquiátrica, uno de mis maestros me dijo algo así como: “Te diré que el DSM y la CIE no son libros de psicopatología y no se debe estudiar por ellos, pero lo harás de todos modos”. La verdad es que no lo hice y, entre esas cosas y algunas otras, acabamos escribiendo lo que acabamos escribiendo.
El
libro de Lane sigue describiendo la magistral campaña publicitaria que
organizó SmithKine (hoy GlaxoSmithKline) con la agencia publicitaria
Cohn and Wolfe. Se patrocinó primero la enfermedad, la llamada fobia
social, recién introducida en el DSM. Y, a continuación, el remedio para
ella: el Paxil (Seroxat, en España, la paroxetina). El
éxito fue indudable. Millones de personas en todo el mundo descubrieron
que su timidez o introversión era en realidad una enfermedad (de base
biológica todavía por descubrir, pero seguro que pronto, pronto…). Y fueron medicados para ello con una sustancia eficaz y segura.
Eficacia que no apareció por ningún lado en un reciente metaanálisis dedicado específicamente a este antidepresivo. Es decir, el placebo era igual de eficaz.
Seguridad
que dejaba de lado efectos secundarios muy frecuentes e incómodos como
la disfunción sexual y otros muy poco frecuentes pero graves como el
síndrome serotoninérgico. Por no hablar del síndrome de retirada que
aparece cuando se intenta reducir o dejar de tomar el fármaco o riesgos
de los que cada vez se habla más como la disforia tardía inducida por ISRS.
No
queremos extendernos, porque merece más la pena leer el libro completo.
De verdad. A continuación, resumiremos algunos párrafos del primer
capítulo, introductorio al tema de la ansiedad, y terminaremos con el
texto completo del discurso de agradecimiento que pronunció Christopher
Lane al recibir el Premio Prescrire 2010. Sus palabras son mucho mejores que las nuestras.
La palabra timidez
arrastra una larga historia; en otros tiempos tenía acepciones que hoy
en día podrían pasarnos desapercibidas. Cuando en la Edad Media la gente
usaba el adjetivo tímido,
lo hacía para referirse a caballos y otros animales asustadizos. No fue
hasta el siglo XVII cuando la palabra pasó a referirse a seres humanos
que se consideraban reticentes, suspicaces e incluso poco de fiar.
En su Anatomía de la melancolía,
también del siglo XVII, Richard Burton describió los resultados de una
posible combinación de la timidez y de la ansiedad. Burton describe el
caso de un hombre estudiado por Hipócrates, una persona que “a causa de
su timidez, recelo y apocamiento, nunca será visto lejos de su casa (…).
No se atreve a estar acompañado por miedo a ser manipulado o
ridiculizado ante los demás. Sospecha que todo el mundo lo observa, le
señalan con el dedo, lo ridiculizan con malicia”.
A
los académicos contemporáneos les gusta mencionar este pasaje puesto
que lo consideran un ejemplo perfecto y precoz de la fobia social. ¿Pero
realmente está justificada la comparación o se trata más bien de una
especulación propia de nuestro tiempo? Para empezar, conviene recordar
la cuestión del anacronismo. Los griegos jamás dieron nombre alguno a la
fobia social y considerando sus habilidades lingüísticas y filosóficas,
no cabe duda que habrían acuñado el término (como, por ejemplo,
hicieron con la xenofobia, miedo a los que vienen de fuera) de haber considerado la fobia social como un problema o, más aún, una enfermedad.
Existe
otro problema con la noción que tienen los psiquiatras acerca de la
historia de nuestras patologías: la neutra descripción de Hipócrates no
atribuye el comportamiento humano a una sola causa, menos aún a una
única razón psicológica profundamente arraigada. Más bien al contrario,
su referencia al temor de ser manipulado sugiere que el retraimiento
bien puede tener su origen en un comprensible miedo a la vejación,
proveniente quizás del prejuicio, el ostracismo o la incomprensión del
prójimo.
El
punto de vista de Hipócrates cambia radicalmente al referirse al miedo a
ser ridiculizado. Antes de apresurarnos a hablar de esto como una
enfermedad, debemos aclarar si la reacción de la persona en cuestión se
debe a las circunstancias o a un temperamento más o menos habitual. Y
en realidad no podemos hacerlo, porque el propio Hipócrates presenta un
boceto sin terminar, no un completo estudio de casos. A pesar de
considerarlo como algo llamativo, a él le parece más una debilidad que
una enfermedad.
Cómo
han cambiado las cosas. Hoy en día lo más probable es que los expertos
hablen de desequilibrios químicos que requieren atención médica.
Cualquier explicación que se refiere a nuestros males como a algo
existencial o circunstancial palidece ante la siguiente explicación
granítica: nuestros niveles de serotonina son bajos y precisamos
medicación para ponernos bien. Después de todo, si la gente está bien
damos por hecho que son sociables.
Sin
embargo, no existen lazos firmes entre la salud y la sociabilidad, ni
tampoco correlación científica entre los niveles bajos de serotonina y
la depresión, la ansiedad o el control de la ira. Aunque determinadas
industrias farmacéuticas han encontrado muy útil afirmar lo contrario,
la simplificación de que un bajo nivel de serotonina causa ansiedad o
depresión es poco más que una “vacía bio-charlatanería”. De acuerdo con David Healy, autor
de 12 libros y más de 120 artículos sobre la materia, las razones por
las que nos angustiamos o deprimimos son mucho más complejas. Sin
embargo, es mucho más habitual que escuchemos el argumento de la
serotonina a causa del constante bombardeo de los anuncios de productos
farmacéuticos y también porque reducir la formidable complejidad del
cerebro a una metáfora sencilla puede resultar una explicación a prueba
de tontos para casi todos.
Darwin en su libro Expression of the Emotions in Man and Animals (1872) (La expresión de las emociones en humanos y animales)
describía estos fenómenos de la timidez y la ansiedad sin el más mínimo
asomo de patología. “Casi todo el mundo está extremadamente nervioso al
dirigirse por primera vez a un auditorio y la mayoría de los hombres
continúan estándolo a lo largo de su vida; pero la explicación de esto
es la consciencia del gran esfuerzo que se va a realizar y los efectos
que esto tiene sobre el sistema nervioso, y no la timidez”
Una
razón histórica por la que los psiquiatras citan anécdotas históricas
es para dar un mayor peso a sus argumentaciones. Esta estrategia les
permite construir un consenso académico en torno a la necesidad de un
tratamiento urgente para un “trastorno” olvidado.
A
los historiadores este enfoque les resulta, como mínimo, terriblemente
burdo. Dar explicaciones facilonas de hechos pasados nos conduce a
incongruencias y anacronismos, al convertir diferencias de fondo entre
distintas épocas y culturas en una narrativa sencilla que sigue teniendo
sentido hoy en día. en palabras de Helen Saul en Phobias,
“Hipócrates conoció a gente con muchas y variadas fobias a lo largo de
los años, como la agorafobia, la fobia social o la fobia a los animales,
así como otros temores que aún siguen siendo comunes en nuestra época”.
De
acuerdo con Saul, la fobia social ha permanecido más o menos invisible
desde los tiempos de la Grecia antigua. Pero ¿por qué detenerse aquí? En
2001, un equipo de psiquiatras de California afirmó que puesto que
Sansón, el personaje bíblico, reunía al menos seis de los siete
criterios del DSM-IV, era un candidato perfecto a padecer “trastorno de
personalidad antisocial (TPA)”. Por desgracia, no se trataba de una
broma. “El hecho de padecer TPA puede contribuir a una mejor comprensión
de la historia sagrada”, opinaban, “y en general puede ser de ayuda en
los casos en los que un líder padezca de dicho trastorno. Además,
confiamos en que ello aumente el interés sobre la historia del TPA”. De
acuerdo, seguro que Sansón no era el mejor ejemplo de una personalidad
previsora o que “se ajuste a normas sociales”. Su “irritabilidad y
agresividad” sin duda derivaron en un “temerario desprecio por su
integridad y por la del prójimo”, todos ellos criterios que figuran en
el DSM. Pero resulta que los filiseos la habían sacado los ojos y Dalila
lo había traicionado en repetidas ocasiones -factores que los
científicos ignoraron o pasaron por alto-.
Cabría
pensar que la traición a un ser amado, seguida de una involuntaria
extirpación ocular podría ser motivo suficiente para dar rienda suelta a
una cierta cantidad de furia.
En 1994, en plena locura colectiva y mediática por el Prozac, la revista Newsweek preguntaba
a sus lectores si eran “¿Tímidos? ¿Olvidadizos? ¿Angustiados?
¿Miedosos? ¿Obsesivos?” para a continuación ofrecer un sencillo remedio
(“Cómo la ciencia puede cambiar tu personalidad con una pastilla”). Por
supuesto, la idea era que la timidez, la distracción y toda una gran
cantidad de rasgos cotidianos son patologías que deben ser tratadas con
medicamentos. “Por primera vez en la historia”, anunciaba el
neuropsiquiatra Richard Restak, “estaremos en disposición de diseñar
cerebros libres del miedo a comer solos en restaurantes o a usar
servicios públicos" (las principales características de la fobia
social).
Quizás Newsweek no sea tan riguroso como Psicofarmacología Clínica,
pero su reportaje es un ejemplo más de una tendencia que ofrece
explicaciones y remedios para nuestros problemas emocionales y sociales
increíblemente simples. Nuestra civilización se ha tragado dicha
tendencia con muy pocas preguntas o inquietudes acerca de los efectos
secundarios, porque es más fácil creer en remedios rápidos y asépticos
para problemas que en realidad son complejos y enigmáticos.
Los
que afirman que la fobia social es un fenómeno global a veces aluden a
un brevísimo ensayo de cuatro páginas publicado por Kutaiba Chaleby en
1987. “La Fobia Social en los Saudíes” se basaba en 35 pacientes
externos bajo su observación en el Hospital de Especialidades Rey Faisal
de Raid. A pesar de que aparentemente “reunían los criterios del
DSM-III para la fobia social” Chabely tuvo que admitir, hacia la mitad
de su trabajo, que “tan sólo 22 realmente presentaban fobia social”.
A
la mayoría le parecería cuanto menos delicado generalizar para todo un
país a partir de 22 pacientes. Y sin embargo Chabely no tiene reparo en
escribir: “La alta incidencia de fobia social en Arabia Saudi es la
primera observación digna de resaltar. ¿Existirá una predisposición
genética?”
Chaleby
se apresura a declarar que la fobia social es más habitual en Arabia
Saudí que en Inglaterra. “La literatura occidental indica que los
trastornos fóbicos afectan a un porcentaje inferior al 1% de la
población. (…) Sin embargo en Arabia Saudí es mucho más frecuente.
Nuestras estadísticas apuntan al 12-13% de entre los trastornos de
neurosis”. Pero en el siguiente párrafo reconoce que “cuatro de sus
registros se perdieron”.
Al
igual que Chaleby, la psiquiatría ha convertido estas zonas borrosas en
categorías diagnósticas supuestamente bien delimitadas que abarcan
amplias franjas de nuestro comportamiento. En consecuencia, cada vez
resulta más difícil para los psiquiatras distinguir entre timidez y
fobia social. Muchos se limitan a considerar la primera como un paso
previo a la segunda.
Una
comparación más interesante puede hallarse entre las definiciones
occidentales de fobia social y las consideraciones coreano-japonesas
sobre el taijin kyofusho, más o menos traducido por antropofobia,
y que a menudo equivale al retiro absoluto de la sociedad por parte del
individuo. La psicología que subyace bajo esta conducta es muy
diferente de la que supuestamente causa la fobia social. Según los
especialistas, quienes padecen fobia social rehuyen de actividades que
pudieran acarrearles la crítica del prójimo o causarles bochorno,
mientras padecen taijin kyofusho
se apartan de la sociedad por miedo a avergonzar a otras personas. Los
psiquiatras occidentales clasifican la fobia social como trastorno de
ansiedad; en Japón y Corea del Sur, taijin kyofusho
se parece más a la deshonra “perfectamente en concordancia con la
sensibilidad de la cultura japonesa”, en palabras de Arthur Kleinman,
“si bien muy ajena al sentir norteamericano”.
Greist, Jefferson y Katzelnick en Social Anxiety Disorder,
son los autores de una guía para la fobia social publicada en 1997
donde apuntan a la “predisposición genética” como causa probable de la
ansiedad. “De igual modo que rasgos como color de pelo o de los ojos, la
forma del rostro o el tamaño del cuerpo se reconocen como
hereditarios”, afirman en dudosa comparación, “la sensibilidad a la
crítica o al examen del prójimo pueden pasar de generación en
generación. (…) El hijo de padres tímidos puede heredar el código
genético que trasforme la timidez en trastorno de ansiedad social”.
Elliot
Valenstein califica esos argumentos de métodos reduccionistas, incluso
insidiosos, de “culpar al cerebro”. El que se den dentro de las familias
“por sí sólo no es una prueba de causa genética”, dice con toda la
intención, “igual que la pobreza también se repite en las familias”.
Los autores de El trastorno de ansiedad social (Social Anxiety Disorder)
podrían argüir que el hecho que el cerebro sea responsable de diversas
“disfunciones” puede ser un alivio para los pacientes, porque esto
dejaría de lado toda connotación de juicio o de culpa. Acotar las
múltiples causas posibles de la ansiedad a una o dos – un “código
genético” o bien “anormalidades en el funcionamiento de algunas partes
del aparato de ansiedad” – aseguran un tratamiento más rápido y eficaz.
Pero ¿en verdad saben los psiquiatras que “el código genético (puede)
acabar convirtiendo la timidez en trastorno de ansiedad social”, o
simplemente están diciendo que les gustaría que fuera así? ¿Y es acaso
esa posibilidad más científica o creíble que argumentar que la ansiedad
transciende a factores hereditarios y que tiene que ver con aspectos de
la psicología que aún nos resultan desconocidos?
Como dijimos en la introducción, hasta aquí hemos querido recoger un resumen del capítulo inicial del libro de Christopher Lane, sobre todo para intentar despertar el interés por la lectura de toda la obra. Nos parece de verdad impresionante cómo se creó, en una serie de reuniones, la categoría de enfermedad para determinadas conductas, sensaciones y pensamientos, hasta entonces dentro del rango de la normalidad, y cómo, hoy en día, se considera dicha creación como una entidad natural con existencia propia. A continuación, pasamos a transcribir el discurso de Lane en la recepción del Premio Prescrire 2010:
Damas y Caballeros:
Por
desgracia, mis compañeros docentes en Chicago me impiden asistir a la
ceremonia y debate, así que me veo obligado a agradecer por carta a Prescrire por el gran placer y honor de haber sido seleccionado como uno de los ganadores del Premio Prescrire de 2010.
Como
londinense y como europeo que tiene vínculos estrechos con París y con
Francia, la concesión de este premio significa mucho para mí. Deseo que
el Premio Prescrire de 2010
sirva para llamar la atención sobre las maneras arrogantes, fortuitas y a
veces ridículas con las que se aprobaron formalmente 112 trastronos
mentales nuevos en 1980. Ese año apareció en los EEUU y en el resto del
mundo la tercera edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales;
cientos de páginas más largo que su anterior versión, dicho volumen iba
a revolucionar el paisaje de las decisiones sobre salud mental en
nuestras escuelas, tribunales, prisiones y sistemas sanitarios.
Uno
de los más prominentes de los nuevos trastornos era la fobia social. Se
decía que ésta existía en los individuos que evitan los baños públicos,
que no les gusta hablar delante de los demás o que les preocupa
ensuciarse las corbatas con comida en las restaurantes, esto último,
claro está, si es que da la casualidad de que van con corbata a los
restaurantes. Por desgracia, no se trata de un chiste. Cuando más de la
mitad de cualquier población – incluida Francia y EEUU – se define como
tímida, un diagnóstico psiquiátrico que incluya el miedo a hablar en
público está alarmantemente cerca de considerar la introversión como un
trastorno mental. Lo bastante cerca, al menos, como para que el DSM
incluya una advertencia acerca de los riesgos de dicha confusión. Lo
bastante cerca, además, como para que las compañías farmaceúticas
perciban un mercado global de dos mil millones de dólares aguardándolas.
¿Las consecuencias? Millones de niños y estudiantes toman hoy en día,
entre otros antidepresivos y antipsicóticos, Paxil (Seroxat o Motivan).
Verán, hay que ser muy fluido en el lenguaje farmacéutico, además de
implacable al revelar los secretos corporativos, para analizar los
verdaderos efectos mundiales de un fármaco sobre la salud pública.
La
APA (Asociación Psiquiátrica Norteamericana) probablemente no era muy
consciente de cuánto había en realidad en sus registros cuando nos
concedió a mi editorial y a mí permiso ilimitado para citar lo que había
descubierto en sus archivos. Pero lo que me encontré allí era a la vez
surrealista y alarmante – incluidos razonamientos científicos para la
aprobación formal de nuevos trastornos mentales que, en ocasiones,
hacían referencia únicamente a un paciente con el comportamiento en
cuestión. Por desgracia, por increíble que parezca, tenemos que fiarnos
de la palabra de los psiquiatras incluso para eso.
He
presenciado altercados académicos que avergonzarían a un niño de cinco
años, con respecto a quién iba a lograr introducir su investigación y
sus resultados finales en uno de los manuales diagnósticos más
influyentes del mundo. He visto correspondencia donde psiquiatras
punteros escribían diagnosticando a sus críticos y rivales los mismos
trastornos que ellos mismos pretendían hacer oficiales. He seguido
discusiones, también, a la inclusión de nuevos trastornos que no sólo
citaban a Alicia en el país de las maravillas,
de Carroll, sino que también le hacían sentir a uno, como a Alicia, que
estaba cayendo por una madriguera de conejo intelectual o bien tomando
té con un sombrerero loco.
Al
mando del grupo de trabajo del DSM-III, Robert Spitzer despachó los
criterios para dos nuevos trastornos en cuestión de un par de minutos.
Sorprendidos, incluso sus colegas no podían dar crédito a semejante
velocidad. Uno de los participantes contaría después en la revista New Yorker
(enero 2003): “Había muy poca investigación sistemática [en lo que
hacíamos] y muchas de las investigaciones existentes era más bien un
batiburrillo –dispersa, inconsciente y ambigua. Pienso que la mayoría de
nosotros admitía que la cantidad de ciencia, buena y sólida, sobre la
que basábamos nuestras decisiones era bastante escasa”.
Los
aspectos más surrealistas de la novela de Carroll, siguen siendo, claro
está, ficción. Por desgracia, no se puede decir lo mismo del trastorno
de personalidad esquiva, convertido en trastorno después de una
discusión centrada en si las personas diagnosticadas preferían ir en su
propio coche o en trasporte público al trabajo (por supuesto, esto era
en Nueva York, una de las pocas ciudades del país con una red
ferroviaria de entidad). Tampoco es ficción que el gigante farmacéutico
angloamericano GlaxoSmithKline gastara más de 92 millones de dólares en
el año 2000 en una campaña para promover los diagnósticos del trastorno
de ansiedad social. La denominaron: “Imagina ser alérgico a las otras
personas”.
En momentos así, se nos podría perdonar si pensáramos encontrarnos en el universo de la película Blade Runner, o tal vez en mitad de Un mundo féliz,
de Huxley, donde el soma es tan omnipresente que se toma al menor
síntoma de angustia. Pero se trata de nuestro mundo y de nuestra
sociedad de 2010. Y el verdadero y deprimente resultado de semejantes
distorsiones, como descubrió en enero de 2008 la New England Journal of Medicine,
fue que todos los dieciocho años de historia de los antidepresivos ISRS
habían sido manipulados por informes falsos y por la comprobada
desinformación de los datos negativos. Ensayos clínicos enterrados en
archivadores, destinados a no salir jamás a la luz simplemente porque
sus resultados no le convenían a la casa farmacéutica en cuestión, que a
su vez pagaba para que se evaluara su propio producto. Sobre la base de
este pasado reciente y respaldados por una ciencia tan cuestionable,
hemos estado medicando a millones de personas por todo el mundo.
En
la actualidad, existe un debate académico serio en los EEUU y en otros
lugares acerca de si la apatía (uno de los efectos de los
antidepresivos ISRS, por cierto) habría de ser incluida como trastorno
mental en el DSM-V. Los expertos continúan sopesando cuánto tiempo
podemos (o deberíamos) trabajar y jugar online
antes de padecer el trastorno de adicción a Internet. En este mismo
año, la discusión “médica” sobre el trastorno hipersexual se ha centrado
intensamente en la vida conyugal de diversos famosos, al tiempo que los
expertos debatían, muy en serio, qué cantidad de sexo es suficiente o
excesiva antes de ser disfuncional. Uno no puede evitar preguntarse lo
que pensaría Foucault de estas tendencias, si estuviera vivo y pudiera
escribirlas.
Lo
que mi libro ha conseguido, de un modo que los lectores del los DSM no
pudieron hacer, fue juntar las piezas de cuántos de los 112 trastornos
llegaron a existir en primer lugar. Como he dicho, tuve acceso y he
podido citar libremente toda la correspondencia, documentos y votos que
circularon entre bastidores. En los tiempos en los que no existía el
correo electrónico y en los que la información crítica no podía
eliminarse con pulsar una tecla, estos documentos escritos permitieron a
la Asociación Psiquiátrica Norteamericana patologizar comportamientos
rutinarios como el miedo a hablar en público – comportamiento para los
que se han prescrito y se siguen prescribiendo antidepresivos a millones
de personas en todo el mundo.
Gracias
por reconocer la importancia de este asunto, así como la necesidad de
una mayor conciencia pública de sus efectos en la vida real sobre
nuestros hijos, nuestros estudiantes, nuestros vecinos y nuestras
comunidades.
Profunda y sinceramente agradecido,
Christopher Lane
Chicago, 23 de septiembre de 2010.
Hasta aquí, las palabras de Christopher Lane. La verdad es que, tras un texto como éste y lo que implica, nos quedamos sin mucho más que añadir. Únicamente: feliz navidad y próspero 2013 (porque el 2012 nos da que ya no tiene arreglo).
Hasta aquí, las palabras de Christopher Lane. La verdad es que, tras un texto como éste y lo que implica, nos quedamos sin mucho más que añadir. Únicamente: feliz navidad y próspero 2013 (porque el 2012 nos da que ya no tiene arreglo).
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