Os dejo el resumen de mi ponencia en el 35º Congreso semFYC de Gijón...
Crónicos: lo viejo y lo nuevo, y viceversa
Gracias, Gabo, por enseñarnos cómo se hace un comienzo insuperable…
Muchos años después, frente al pelotón de pacientes de la sala de
espera, el doctor Aureliano Buendía habría de recordar aquella remota
tarde en que su tutor lo llevó a un taller de crónicos…
Entonces no se llamaba «de crónicos», claro. Eran tiempos sencillos y
complicados, todo mezclado, sin solución de continuidad, en un revoltijo
desquiciante y placentero, excitante y tedioso. Tiempos de ilusión y de
frustración. Tiempos de valientes y de cobardes…
Comenzaba un experimento social, una nueva manera de entender la
medicina más centrada en el paciente, su comunidad y su entorno. Y unos
centenares de jóvenes, médicos y enfermeras, aprendían a la vez que
comenzaban su andadura, casi como los pioneros, con el método del
ensayo-error.
Como los primeros cazadores-recolectores,
iban aprendiendo qué frutos eran útiles y cuáles no, qué piezas merecía
la pena perseguir y cuáles había que dejar escapar. Aprendieron que
había manjares exquisitos que requerían mucho esfuerzo y sacrificio,
como la miel, de obtención laboriosa y no exenta de riesgos, pero que
constituía la culminación del esfuerzo colectivo, del trabajo bien hecho
y bien elaborado…
Nuestros jóvenes sanitarios
aprendieron que de todas las condiciones y formas de enfermar, las que
más trabajo les suponían eran aquellas que acompañaban durante muchos
años, incluso toda la vida, a sus pacientes; enfermedades con resultados
poco brillantes en las que lo principal era cuidar, y no curar;
acompañar, y no dar el alta. Y les dieron la importancia que merecían.
De hecho, el país se llenó de protocolos acerca de cómo abordar estos
procesos: la hipertensión, la diabetes, la EPOC… Se hacía hincapié en el
trabajo de enfermería, en el acompañamiento del paciente, en las
visitas en el domicilio y la detección precoz de las necesidades y
complicaciones de la enfermedad, así como en la integralidad de la
atención, al considerarse que los pacientes eran personas y no etiquetas
diagnósticas.
Por aquellos años, había otros personajes
en esta historia, jóvenes también, pero cuyo interés era «salvar
vidas». Su afán se dirigía a lo curable, a todo aquello que tuviese un
resultado inmediato, visible, brillante… El resto no interesaba, eran
los michelines del sistema… Estos otros jóvenes encontraron su acomodo
en los hospitales, y mejor cuanto más grandes, con muchos recursos y
muchas máquinas con lucecitas…
Sucedió que aquellos
pocos cientos del inicio se convirtieron en miles, y luego en decenas de
miles; y los pacientes de solución brillante comenzaron a escasear en
el reparto, y cada vez había más de los que no se curaban. Alguien
empezó a llamarles «crónicos», y para agruparlos otros tuvieron una idea
brillante: inventaron la «cronicidad».
Ya no eran los
parias, sino la gasolina del sistema. Ahora todo el mundo los quería.
Naturalmente, aquellos jóvenes de la reforma (ahora ya canosos y
cansados) fueron apartados; los verdaderos líderes en cronicidad salían
de esos hospitales que antes abominaban de aquellos pacientes. Y nuestro
pequeño mundo se llenó de «expertos»: coordinadores de proceso, médicos
y enfermeras de enlace, gestores de casos, unidades de gestión de
crónicos, logistas…
Y llegamos al presente.
Nuestra Atención Primaria está siendo parasitada y fagocitada. Y lo que
es peor, muchos de aquellos jóvenes sanitarios de los tiempos heroicos
aplauden el proceso. Nos deshacemos de los terminales, de los crónicos,
de las mujeres, de los niños, de los ancianos… Todo va a unidades
específicas. Y cuando parece que el modelo ya no da más de sí, se da una
vuelta de tuerca más y aparece una Atención Primaria paralela, pero con
base en el hospital. De pronto aparecen en el domicilio del paciente
nuevos actores que cubren tareas que realizaban la enfermera y el médico
de Atención Primaria. Y lo triste es que aceptamos acríticamente, de
nuevo, el papel de suministradores de materia prima para que funcionen
las nuevas fábricas de conocimiento, las factorías de cronicidad…
Ni siquiera reflexionamos. Se nos habla de radares, de costes, de
eficiencia, de resultados…, y olvidamos que nosotros nos ocupamos de las
personas. Y que la correcta atención y el cuidado de un paciente no
debe dirigirse a evitar un ingreso, sino a mejorar el bienestar y la
calidad de vida de nuestros pacientes.
El doctor
Aureliano Buendía se enfrenta al pelotón de pacientes de la sala de
espera. Muchos de ellos, crónicos. Debe seleccionar, según criterios
rigurosos, a aquellos susceptibles de ser remitidos a quienes de verdad
saben de ellos. Una vez identificados, no será la enfermera de siempre
quien les atienda, les valore, les resuelva sus problemas cotidianos;
será alguien que sí que sabe, venido del hospital, donde está la
ciencia: la enfermera gestora de casos, que en caso necesario lo
remitirá al coordinador de procesos...
Y una vez más, le
vendrá a la memoria su tutor, aquel tipo adusto, tiquismiquis y algo
gruñón que le enseñó a pensar, a valorar a sus pacientes de forma
integral como personas, a valorar y a amar a la medicina más cercana,
más integrada en la vida del paciente, menos intrusiva, a la Medicina de
Familia y Comunitaria… y se acordará de que en una remota tarde lo
llevó a un taller de atención, de la de verdad, de la compasiva y
comprensiva, de crónicos, solo que entonces no se llamaban crónicos…
Gracias, Gabo, por enseñarnos cómo se hace un comienzo insuperable…
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