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Ayer recibí en mi consulta a Lucía. Vino fuera de hora. Solicitó
atención inmediata porque su abogado le pidió un informe para el
juzgado.
Entró silenciosa con esas miradas cabizbajas que tímidamente parecen
hacer un rastreo inmediato de todo. Le noté nerviosa. Detrás, una mujer
mayor con un bolso grande colgado del brazo izquierdo, daba los buenos
días a la vez que parecía pedir permiso y cerrar la puerta de la
consulta con extremo cuidado.
Ambas se sentaron, se miraron y parece que ninguno nos atrevíamos a
iniciar aquella consulta que yo ya aventuraba difícil. Silencio tenso
que dio paso a una tímida entrada:
-Vengo para que me haga un parte de lesiones. Me lo ha pedido mi abogado… -susurró-.
-Y… ¿qué es lo que ha ocurrido? –hice la inevitable pregunta-
Fue desgranando con calma una escena de Nochevieja poco común: un
forcejeo, una mano al cuello, un zarandeo interminable y una huida
atropellada con su hija a hombros. Un eco de fondo con gritos e
insultos. Un fondo sin fin, que ponía cada vez más prisa a aquella
carrera desesperada.
Era técnicamente fácil certificar aquellos leves hematomas en muñeca y
cuello. Sin embargo, no resultaba tan fácil escuchar aquel relato de
una historia de amor que nadie sabe cómo fue convirtiéndose en un
infierno de violencia. Y que una noche de campanadas sólo la mano
ardiente en el cuello y la mirada de una niña de apenas cinco años
presenciándolo todo, fue suficiente para pensar que el año nuevo debía
comenzar en casa de su madre.
Escuché. Escuché con calma y os aseguro que nada, nada hay tan
terrible como la expresión violenta de un ser humano contra otro y
cuando no es presenciada, el relato de la víctima desgarra y hiere hasta
las paredes que lo escuchan.
Acogí el relato con toda la empatía que puede hacerlo alguien que ni
siquiera imagina una relación así. Y pensé en aquella mujer que
permanecía al lado, silenciosa, como sólo las madres saben permanecer.
Eso sí que me pareció empatía.
Me dispuse a ir poniendo letra a todo lo escuchado en el formato del Parte de lesiones.
A Lucía le resulto imposible pronunciar a la primera el nombre y
apellidos del agresor. Primero el silencio, después el llanto y
finalmente, una mirada perdida que parecía recorrer toda su historia de
vida. Los minutos se nos hicieron largos pero, se hacía imprescindible
sostener el silencio previo a escuchar el nombre de su marido.
Anotar los hechos referidos. Explorar y escribir con detalle.
Describir el estado emocional de Lucía. Hacer un diagnóstico y proponer
un plan de tratamiento. Todo resultó una tarea ardua bajo la atenta
mirada de esas dos mujeres que leían palabra a palabra lo que en el
ordenador se iba plasmando y no se atrevían a rectificar por respeto
o quizás por miedo. Sí, eso era, entonces caí en la cuenta, era el miedo
el que lo invadía todo. El miedo estaba presente y había conseguido
contagiarme hasta el punto de dudar sobre cualquier cosa que tecleaba.
Lucía dobló con exquisito cuidado aquel papel que le había hecho
llegar hasta mi consulta. No sé si recogió algo más de todo aquello que
fueron mis propuestas: disposición a elaborar un plan de acción para
seguir acompañando el proceso, coordinación con los servicios sociales y
jurídicos, búsqueda de ayuda psicológica para ella y/o para su hija… La
“continuidad eterna” de la atención primaria quizás nos permita seguir
en ello.
Cuando
Lucía y su madre se despidieron amables y cerraron la puerta, pensé en
cómo uno intenta hacer estas cosas con exquisito cuidado para no
colaborar con el destrozo de lo que ya está roto. Incluso si es posible,
en facilitar la recomposición de alguna de sus piezas. Y pensé en el
miedo, en el miedo que me invadía, en el miedo contagiado y en el miedo
que me generan todas las violencias…
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