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La pobreza y la enfermedad son un binomio inseparable, la enfermedad es una factoría global de pobres. La pobreza es el mayor determinante social y político de la salud y la enfermedad. Como en todo, el lenguaje no está libre de valores, intereses y prejuicios. Ya lo decía Voltaire, “si quiere hablar conmigo defina sus términos”. No es lo mismo Determinantes Sociales y Políticos de la salud que Determinación social y política de la salud. Lo primero hace mención a una situación casual, cuasi accidental, que aparenta inevitable, algo así como el tiempo o la suerte.
Lo segundo es una acción consciente, dirigida y tolerada por el poder político y económico… Los significados y resultados son diametralmente opuestos. No son suficientes las soluciones coyunturales o las respuestas altruistas. Es necesario ir mucho más lejos, hablamos de extender derechos (https: www.es.amnesty.org), que incluye la necesidad de un nuevo modelo de desarrollo económico y social, en armonía con el medio y el contexto vivencial, los ecosistemas y el cambio climático, que mejore la mala distribución de la riqueza y con ella las fracturas sociales para evitar que las desigualdades y la falta de oportunidades en la vida sigan aumentando para una parte importante de la población. En suma, la enfermedad con más incidencia, prevalencia y mortalidad en el mundo es la pobreza y su amplísima gama de expresiones. Hace tiempo que Rudolf Virchow comento “más le temo a la pobreza que al bacilo de Koch”.
En España, la situación social y política actual, heredada de la crisis económica del 2009 y agravada por la Pandemia Covid-19, deriva en que las rentas del capital financiero especulativo sigan absorbiendo “descarada e injustamente” las rentas del trabajo, incluidas las de aquellos profesionales de más alta cualificación. Pero también las de las empresas de la economía real, originando profundas fracturas sociales y pobreza que repercuten gravemente en la cohesión social, en la salud de la población y en la capacidad de respuesta del SNS.
Los hogares más desfavorecidos son los que han sufrido una mayor caída de los ingresos durante la crisis. “Las desigualdades matan” es el título de un estudio publicado hace unas semanas por Oxfam Intermon[1]. En uno de sus titulares se puede leer, “once personas mueren de hambre cada minuto, superando las muertes por la COVID-19”. Lo que parecía una crisis global de salud pública ha derivado rápidamente en una grave crisis de hambre que ha puesto al descubierto la enorme desigualdad del mundo en que vivimos. 155 millones de personas en el mundo, 20 millones más que el año pasado, viven sin tener apenas nada que comer, o sin saber si podrán hacerlo al día siguiente. La pandemia también ha provocado una pérdida masiva de empleo, un total de 33 millones de personas en todo el mundo se quedaron sin ninguna fuente de ingresos en 2.020. A lo cual se añade la falta de control de la pandemia COVID-19; siguen apareciendo nuevas variantes del virus SARS-CoV2 que justifican y absorben toda la producción de vacunas en el mundo desarrollado, mientras los países pobres apenas pueden acceder a ellas. Si el mundo pobre no interesa a los intereses económicos neoliberales para permitir fabricar o proveerles de vacunas, menos aún de otros medicamentos para malaria, VIH, TBC, Hepatitis …
Los diez hombres más ricos del mundo han duplicado su fortuna, mientras que los ingresos del 99 % de la población mundial se habrían deteriorado a causa de la COVID-19. Se requieren medidas sin precedentes para acabar con el inaceptable aumento de las desigualdades. Lo que está ocurriendo no es fruto de desastres naturales ni del azar. Es el resultado de decisiones deliberadas: la “violencia económica”, que tiene lugar cuando las decisiones políticas a nivel estructural están diseñadas para favorecer a los más ricos y poderosos, lo que perjudica de una manera directa al conjunto de la población y, especialmente, a las personas en mayor situación de pobreza, las mujeres, los niños, los ancianos y las personas “racializadas”. La pobreza económica y las desigualdades sociales contribuyen a padecer con mayor frecuencia enfermedades prevenibles y/o evitables, así como muertes prematuras.
España es el país de la OCDE en el que más creció el desempleo durante la crisis económica iniciada en el 2009. En la actualidad, con un 13% de tasa de desempleo, superamos con creces la media de la zona euro situada en torno al 7% de la población activa. Los esfuerzos realizados por el Gobierno y la Unión Europea (UE) para proteger durante la pandemia Covid-19 a la población más afectada y desfavorecida, no ha sido suficientes para controlar la desigualdad y la distancia entre rentas altas y bajas, que volvió a aumentar durante la misma. Por un lado, asistimos con profunda preocupación a los excesos de una parte de la sociedad rica y consumista que se comporta con grandes riesgos para la salud; y por otro lado, a la pobreza de 4,5 millones de españoles que viven en hogares con ingresos extraordinariamente bajos y sin la cobertura de necesidades básicas como alimentación y energía. A lo que se añade una novedad inquietante por injusta en nuestro Sistema Nacional de Salud, como es el retraso en la atención sanitaria y la pérdida de calidad en la prestación asistencial. Los tiempos de espera son humanamente intolerables, pero lo son especialmente graves e inaceptables para recibir la primera asistencia o prueba diagnóstica. La causa principal de esta inequidad en el acceso a los servicios sanitarios es la insuficiencia de recursos humanos para atender la creciente demanda asistencial, heredada de la década anterior y no corregida en los ciclos presupuestarios posteriores, y que responde esencialmente a los recortes sostenidos en la financiación sanitaria, así como a la ineficiencia asignativa derivada del encarecimiento injustificado de los precios de los medicamentos.
Llama la atención la frase de algunos políticos y personajes públicos, “estamos pasando la crisis con el esfuerzo de todos”. No sé muy bien a qué esfuerzo se refieren. Desde luego, no son iguales unos esfuerzos que otros. No es igual tener trabajo que no tenerlo; no es igual que tus hijos coman tres veces al día que lo hagan dos o una; no es igual pasar frío que no pasarlo; no es igual tener garantizada una respuesta sanitaria ante una necesidad, que tener que esperar a que te llegue tu turno, si no tienes dinero para pagar una alternativa privada. No es igual pasar de ganar 4.500 € a 3500 €, que pasar de 2000 € a 400 €, y mucho menos recibir 400 € al mes para vivir.
Según un estudio de la Asociación de Ciencias Ambientales (ACA) el 11 % de los hogares del país, lo que supone un total de 5,1 millones de personas, han sufrido una situación de pobreza energética a lo largo de 2021, siendo incapaces de mantener sus casas en unas condiciones mínimas de confort, lo que puede generar problemas de salud causados por el frío o la humedad, afectando especialmente a los más débiles, enfermos y ancianos. Según Cruz Roja el 22% de la población tiene problemas para sufragar los gastos ordinarios de la vivienda, y el 40,8%declara que el pago de la luz le supone una carga muy pesada.
El encarecimiento de los precios de la energía, sumado a la disminución de ingresos del hogar (relacionada directamente con el desempleo y con salarios pírricos), y el mal estado de las condiciones de la vivienda son las causas del agravamiento de esa pobreza energética. A esta penuria energética se añaden una “mala” alimentación e higiene, vivienda insalubre, riesgos laborales derivados de los abusos en sus condiciones… Durante la pandemia aumentaron los trastornos emocionales y adaptativos, la marginación, los estilos de vida no saludables, suicidios, comportamientos violentos cuando no violencia manifiesta. Es decir, alteración grave de la convivencia social.
Los efectos de la pandemia COVID-19 y de la grave crisis económica han sido terribles para unos, con efectos y secuelas irrecuperables para muchos, y complicados para una gran mayoría. Por el contrario, han sido “muy llevaderos” para otros y un gran negocio para algunos incluidos aquellos que en buena parte contribuyeron a generar la crisis económica global, aumentando extraordinariamente su riqueza.
Nuestro sistema fiscal actual permite que las aportaciones al erario público de los más ricos no sean proporcionales a las que aporta el resto de la ciudadanía, una asignatura política pendiente en el olvido y “sueño de los justos”. Ésta sigue siendo la razón y causa principal del déficit estructural y deuda pública. Conocer bien el origen causal de la misma, el sacrificio de las rentas del trabajo que soporta su financiación y los costes de oportunidad asociados, merece en términos de equidad social una atención preferente que dignifique la función gubernamental. Así que la frase “estamos pasando la crisis con el esfuerzo de todos” no sólo es una gran mentira, sino que incorpora una gran y profunda injusticia.
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